El problema es de origen, desde la definición académica del término. ¿Por qué? Porque el Diccionario de la Lengua Española nos dice que precio significa “Valor pecuniario en que se estima algo”. Aunque la clave radica en la palabra “pecuniario”, la confusión es posible en virtud de que no todo el mundo repara en la aclaración y se va por el camino de la confusión.
Pecuniario, según el mismo diccionario, es lo “Perteneciente o relativo al dinero en efectivo”. Es decir, el precio es la cantidad de dinero que se debe pagar a cambio de algo, un producto o un servicio. No tendría por qué haber confusión, pero la hay. Y una grande (no una cualquiera). Porque la mayoría de las personas tropieza con la misma piedra: precio es igual a valor.
Ciertamente, así fue, durante mucho tiempo, muchas décadas. Las empresas funcionaron bajo esa premisa porque hacer negocios era sinónimo de realizar transacciones (trato, convenio o negocio, según el DLE). Hacer negocios significaba básicamente vender, un intercambio básico de un producto o servicio por dinero (en efectivo o, más adelante, con dinero plástico).
Sin embargo, esa realidad cambió. Y lo hizo de manera drástica. Con irrupción de internet, por allá a mediados de los años 90, y la masificación de sus beneficios, a lo largo de la primera década del siglo XXI, precio y valor adquirieron connotaciones diferentes. De manera precisa, el valor se desligó estrictamente de lo monetario y se amplió a los beneficios y a la experiencia.
Beneficios y experiencia eran dos términos que prácticamente no existían en el diccionario de los negocios. En relación con el primero, se hablaba más bien de características, mientras que al segundo no se lo consideraba. Quizás en una versión primaria, porque el consumidor iba una y otra vez al mismo lugar a comprar los mismos productos, pero básicamente por costumbre.
O, simplemente, porque no había dónde más adquirirlos. Porque, no hay que olvidarlo, el del siglo pasado era un mercado reducido que, en nuestros países latinoamericanos se restringía a los productos y servicios locales. Los importados eran escasos y costosos, al alcance de muy pocas personas. Y los almacenes vendían lo mismo todo el tiempo, no cambiaban el inventario.
¿Por qué sucedía así? Porque la competencia era limitada, o inexistente. Era difícil, o exótico, encontrar tres o más referencias de un mismo producto, porque con una o dos era suficiente. Al final, se sabía, el comprador iba a elegir por precio o por la costumbre. Una costumbre que, valga mencionarlo, se traspasaba de generación en generación, de los padres a los hijos.
Algo que tenía su encanto: iba al mismo médico que toda la vida atendió a tu padre, o a la misma peluquería donde tu madre se arreglaba el cabello, o al mismo colegio donde tus hermanos cursaron sus estudios, y así sucesivamente. La premisa es que siempre te sentías en familia, siempre había algo que te resultaba conocido, a pesar de que fuera la primera vez.
Sin embargo, ya no es así. ¿Por qué? Porque internet cambió radicalmente el escenario, es decir, el mercado. La competencia se multiplicó por mil, al igual que los almacenes en los cuales se puede obtener lo deseado. Los precios disminuyeron, la oferta superó con creces la demanda y, lo más importante, a la vuelta de unos pocos clics compras lo que quieres.
Y en pocos días, o semanas, te llega a la puerta de tu casa, muchas veces sin costo adicional. O compras el mercado por internet, o pagas las cuentas, o haces transferencias bancarias, o te educas en prestigiosas universidades, o empaquetas tu conocimiento y lo vendes como un producto o servicio. Las posibilidades son ilimitadas y están al alcance de cualquiera, de todos.
Una de las consecuencias directas de este gran cambio fue que competir por precio dejó de ser un buen negocio y ahora es un suicidio. Además, las características fueron desplazadas por los beneficios y el valor del producto o servicio cobró relevancia. Un radical cambio de chip, porque lo que el consumidor busca es el resultado, la transformación que va a experimentar.
Fíjate, entonces, cómo ha crecido el diccionario: valor cambió su significado y aparecieron experiencia, transformación, beneficios y resultado. Y ya no se habla simplemente de consumidor, sino de prosumidor, que es una persona activa que participa, que manifiesta su opinión para que otras se guíen por ella, un validador de las marcas, sus productos y servicios.
Antes, el fabricante creaba un producto y lo ofrecía al público. Este, en función del precio, lo compraba o lo ignoraba o buscaba algo más barato. Hoy, en cambio, lo que le ofreces al mercado solo tiene validez sí y solo brinda una solución efectiva a un problema o un dolor, o si satisface un deseo específico. En otras palabras, el que manda es el mercado, el cliente.
Por eso, el primer paso que debes dar, antes de imaginar un producto o un servicio, el dar respuesta a los siguientes interrogantes:
- ¿Es lo mismo que hay había en el mercado? (¿Tiene las mismas características?)
- ¿Aporta algún beneficio adicional, novedoso, que lo hace único en el mercado?
- ¿Satisface una necesidad específica de un nicho del mercado?
- ¿Es justo lo que esas personas a las que apuntas necesitan para acabar su dolor?
- ¿Son ciertos y efectivos los resultados que prometes? ¿Es real la transformación?
La venta, hoy, es un tema de percepción: no la que tú crees que vale tu producto o servicio, sino la de tu potencial cliente en función de los beneficios que va a recibir, de la transformación que va a experimentar. Por eso, justamente por eso, la labor prioritaria de toda empresa o negocio, sin importa a qué se dedica o qué vende, es aportarle valor al mercado.
En la actualidad, el éxito de una campaña publicitaria, dentro o fuera de internet, está determinado por el poder del mensaje que transmites. Si tus potenciales clientes captan el mensaje, si entienden que es la solución que buscan, si se dan cuenta de que es la mejor opción en virtud de los beneficios, no dudarán en comprar. Aunque el precio sea elevado.
Si están convencidos de los beneficios, conseguirán el dinero de cualquier forma, aunque les cueste tiempo o un esfuerzo económico adicional (como un crédito, por ejemplo). No importa si trabajas B2B o B2C, porque tu cliente al final lo que un cliente busca, por aquello que está dispuesto a pagar, es un producto o servicio que le aporte valor, tanto percibido como real.
El valor de tu producto o servicio puede manifestarse de diversas formas:
- Un significativo ahorro de tiempo
- La simplificación de una tarea
- La generación de dinero (inclusive, el adicional)
- La reducción de riesgos potenciales
- La conexión con otras redes o personas con gustos e intereses afines
- La integración de funciones
- Mejor calidad (más duradero, por ejemplo)
- Más variedad (para usuarios de todas las edades)
- Información veraz sobre las características y los beneficios
- La generación de bienestar para él o su familia, o su empresa o negocio
- Proporciona diversión o entretenimiento
- Diseño atractivo (personalizado)
- Provee esperanza
- Genera sentido de pertenencia
- Lo motiva a ejecutar alguna acción positiva que impacta también a otros
- Le permite ser mejor un mejor individuo
El valor es la suma de los beneficios y, si alguna de las características o factores de tu producto o servicio es neutra, no debería estar ahí. El precio lo estableces tú, mientras que el valor es algo que percibe tu cliente, que no solo está determinado por los resultados que le ofrece, por la calidad de la experiencia, sino también por tu capacidad para conectar con sus emociones.
Dado que el cliente actual, el del siglo XXI, está muy informado, que no se casa con las marcas (no de la misma manera que en el pasado), que posee mayor conocimiento y que, en especial, sabe que puede elegir, tu prioridad es aportar valor. Sin embargo, esto no es suficiente: debes construir un mensaje poderoso que le dé argumentos irrefutables para que te elija a ti y no a tu competencia…